miércoles, 4 de febrero de 2015

RECORDANDO UN TERREMOTO



Este día mi mente se remonta hasta aquella remota madrugada del 4 de Febrero de 1976. Unos 28,000 muertos, otros miles entre heridos y dagnificados era el saldo del más grande terremoto de los últimos tiempos que devastó a Guatemala. David QEPD, nuestro primer hijo de 4 meses dormía a un lado de nosotros, mi esposa y yo, en el pequeño dormitorio donde apenas cabía nuestra cama y la pequeña cuna. Era al fondo de la casa de la familia de mi esposa en donde estaba el pequeño apartamento que su mamá le había asignado días antes de casarnos. No era mi intención vivir allí, casi a petición de mi suegra acepté porque su esposo había muerto dos años antes y de alguna manera se necesitaba seguridad en la casa.

Entre las 3 y 4 de la madrugada nos despertaba el fuerte remezón para nosotros nunca experimentado. Mi esposa salió más que disparada en ropa de dormir, el recorrido era de unos veinte metros hacia la calle en oscuras porque las luces se habían apagado. Yo trataba de tomar al niño, la cuna se mecía, le grité — ¿Y el niño?— Regresó. La tierra seguía remeciéndose, en segundos estábamos en la calle, la gente se movía desorientada, las radios no funcionaban, reinaba la incertidumbre.
``¿Estará bien el pastor?`` Pensé. Encendí la motocicleta y manejé unas cuadras, estaba con su familia en la calle sentado en una silla de madera con su nieto de unos tres años en sus brazos. Me dio palabras de ánimo y luego regresé a casa. Ya se comenzaban a oír noticias de lo que estaba sucediendo, la radio nacional TGW informaba vagamente, era obvio, la información era escasa. A las ocho de la mañana fui a mi trabajo, era cobrador y también vendía enciclopedias, era mi deber era presentarme a ms labores, a Dios gracias todos estábamos bien. Durante el recorrido de la Zona 11 a la segunda calle de la Zona 1 se miraban grietas en las calles, ya se hablaba de puentes destruidos, miles de muertos en todo el país. El parqueo del hospital general se había convertido en morgue, los cadáveres en fila cubiertos con sábanas blancas, las réplicas se dejaban sentir.

En la oficina nos esperaba el gerente que si bien su preocupación era obvia, nos dijo que la vida debía de seguir su curso y que por lo tanto debíamos trabajar. El trataría de conseguir alguna ayuda, su jefe estaba en México y fue así como una semana después se nos daba un donativo de Q.100.00 (Cien quetzales). En ese tiempo el quetzal estaba a la paridad del dólar, hoy representaría menos de 8 en moneda americana.

Ahora la pregunta era —¿Cómo estarán los clientes en el interior de país?— ya el jefe había dicho: ``La vida sigue su curso y no se puede parar de trabajar``. Ya por la tarde abundaban las carpas improvisadas en las banquetas de las calles en donde se dormiría por varios días, los campos de futbol se habían convertido en asentamientos humanos. Por una semana estuve en casa esperando que mejoraran las condiciones para salir a cobrar y vender. Por la noche el presidente General Kiel Eugenio Launguerud García hablaba en cadena de radio y televisión llamando a la calma. Ya había recorrido gran parte del país en helicóptero y decía: ``Estamos heridos pero no de muerte`` una expresión que se hiciera célebre más por venir del primer mandatario.

Tres días después llegó mi papá desde mi pueblo en el oriente del país. Antes no había sido posible por el estado de las carreteas. Se llevó a mi esposa y al niño, en oriente los daños habían sido mínimos a diferencia del nor-oeste y casi todo el occidente. Yo seguí en la capital y a la siguiente semana reinicié mis labores, no fue fácil desde luego. ¿Quién querrá comprar libros en semejantes condiciones y mucho menos pagar cuentas? Ya mis lectores podrán imaginarse los reproches recibidos, venidos de mis clientes o sus familiares, algunos de ellos habían muerto, otros estaban heridos, sus casas derribadas, pero el gerente había dicho:  —la vida sigue su curso``— Así que como aprendí desde niño el dicho “Aquí no queda de otra”  pues adelante.

En San Pedro Sacatepéquez cada vez que pasaba por el parque me deleitaba contemplando una casa de dos pisos bellísima. En más de alguna ocasión pensé tener una así para vivir con mi familia, lamentablemente el terremoto la había derribado y yacía acostada enterita como quien acuesta una caja de cartón. De seguro los cimientos no resistieron la furia de la naturaleza. Muchas de esas casas ahora eran sustituidas por tiendas de campaña gracias a la ayuda internacional. Sin embargo, aunque parezca irónico vale la pena recordar a los abuelitos con el viejo refrán: —No hay mal que por bien no venga— a partir de entonces proliferaron las fábricas de bloc,  las casas de adobe se comenzaron a sustituir por bloc de cemento y ladrillo para más seguridad.  Eso también creó fuentes de trabajo para un pueblo en gran necesidad como la que se estaba viviendo.

El presidente recorría el país para supervisar las tareas de reconstrucción. Se cuenta la anécdota de que en uno de esos recorridos a bordo de su helicóptero llegó a un pueblo de occidente.  Al tocar tierra una señora calló a sus pies y le dijo:
—Señor presidente, ¿Qué hacemos? ¡Mire como estamos! El presidente la tomó del brazo, la levantó y le dijo:
— ¡Hay que trabajar señora!

Ya me referí al refrán de los abuelos, ahora vallamos a la Biblia. Pablo dice: `` Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayuda a bien, esto es a los que conforme a su propósito son llamados`` (Romanos 8:28). Miles perdieron sus casas a causa del terremoto pero eso dio lugar a los asentamientos por doquier, oportunidad que las iglesias aprovechaban para llevar la palabra de Dios a esos lugares. Se abrían campos blancos o pequeñas misiones, clases de niños que en poco tiempo se convertían en iglesias florecientes. Jóvenes como su servidor éramos asignados a esos lugares y así se iniciaba nuestro ministerio como obrero local y un liderazgo floreciente en mi congregación para años después ser llamado al ministerio pastoral.


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